
CARTA DE MADRE ÚRSULA
A HOMBRE DEL SIGLO XXI

Me llamo Úrsula. Nací el 21 de octubre de 1550 -hace ya 460 años- en Nápoles (Italia). Yo era la octava hija en la familia Benincasa. Mis padres, Jerónimo y Vicenta, junto con mis hermanos formábamos una familia profundamente cristiana, acogidos a la protección de la Virgen María.
Cuando tenía 6 años, la situación social y las dificultades económicas de aquellos tiempos hicieron que mis padres se decidieran a llevarme con otros familiares, creyendo que así tendría una infancia más tranquila. El sufrimiento físico (tenía una delicada salud que me dificultaba caminar) se unió a un trabajo intenso y duro, pero yo se lo ofrecía a la Virgen porque sólo quería agradar al Señor.
Un tiempo después mi familia pudo reunirse de nuevo en Nápoles. Allí mi hermano Francisco se preparaba para ser sacerdote. Mi madre nos enseñó a tejer y pasábamos largas horas ante el telar con mis hermanas Juana y Antonia. Pronto una grave enfermedad se llevó a mi padre al cielo, dejándonos la única riqueza que poseía: la bondad y la honradez de una vida cristiana. También mi madre lo siguió poco después, junto con Juana y Luis. Mis hermanas Cristina, Bernardina y Lucrecia se casaron, así que Francisco, Antonia y yo formábamos ahora una familia reducida en la que íbamos entretejiendo la oración con el trabajo de nuestras manos con el telar. Durante estos años experimentamos la Providencia de Dios y cómo Él nos iba conduciendo a través de las pruebas. Entonces descubrí que sólo Dios es digno de ser amado.
Mi hermano Francisco me enseñó muchas cosas. “Has de vivir –me decía- en la presencia de Dios y pensar que te ve y te observa en todo lugar y en todo tiempo. Los ratos en que no pienses en Él dalos por perdidos”. “Ama al prójimo por amor a Dios. Devuélvele el bien por el mal. Ora por él cuando te persiga.” “Si aspiras a ser perfecta, despréndete de todo y de todos”.
A los 27 años una nueva prueba me hizo conocer la voluntad de Dios. Mis hermanos Francisco y Antonia murieron y fui descubriendo que Dios me llamaba a consagrarle mi vida. Yo deseaba desprenderme de todo y en el convento de las Capuchinas no dejar de darle gracias al Señor. Por culpa de mis pecados no lo merecí y no fui aceptada, pero sabía que la bondad de mi Dios me otorgaría las gracias que no merecía. Ya que no podía entrar en el convento, transformé mi habitación en un monasterio en miniatura. Allí podía conjugar oración, recogimiento, trabajo, austeridad, y convertirme en ofrenda de amor al Señor.
Yo sólo quería lo que Él quisiera, y Dios no cesaba de repetirme: “A la montaña, a la montaña”. Entonces descubrí que su voluntad era que creáramos una comunidad en el monte Sant’Elmo, así que allí nos trasladamos y construimos una pequeña capilla para la celebración de la Eucaristía con el permiso del obispo de Nápoles.
Dios me preparó pronto otra misión, a mí que soy tan pobre y no soy nada. Nada más y nada menos que ir a visitar al Papa Gregorio XIII. “Quiero que vayas a Roma – me dijo- “Y le dirás al Papa que estoy muy ofendido con los pecados de los cristianos. Ve, yo estoy contigo.” Sólo Dios sabe cuántos pañuelos empapé con mis lágrimas y cuánto me costó un encargo tan desagradable. Durante mucho tiempo me opuse, pues pensaba no estar a la altura. ¿Quién me iba a creer? Obedecer la voluntad de Dios se transformó para mí en un auténtico viacrucis, pues el Papa formó una comisión para cerciorarse que mi misión procedía del Espíritu y no era una ilusión.
Felipe Neri, un hombre santo, me sometió a duras pruebas, pero yo estaba dispuesta a aguantar cualquier tormento, si tal era la voluntad de Dios. ¿Cómo expresar a aquellas personas mi experiencia interior, que Dios se hacía presente en mí en una intimidad fuera de lo normal?
Tras siete meses en Roma tuve permiso para volver a la soledad que tanto ansiaba en Nápoles y dedicar todas mis horas a Dios. Pero de la noche a la mañana, un montón de jóvenes llamaron a nuestras puertas deseosas de consagrarse a Dios en la vida común a fin de seguir a Jesús más de cerca. Os aseguro, que jamás fue mi intención fundar una Congregación, fue el Señor quien lo quiso así. Nosotras sólo pretendíamos estar en nuestra casa y santificarnos sirviendo y amando en paz al Señor, pero Él lo dispuso de otra manera.
A nuestra casa acudían también muchas personas con gran deseo de encontrar a Dios y a todos abríamos nuestras puertas. A mí estas visitas me dejaban siempre en el alma el rasguño de un escrúpulo: ¡que una nada como yo se hubiera atrevido a hablar de cosas espirituales con los siervos del Señor!
También se unieron a nosotras muchas jóvenes que, sin tener intención de consagrarse al Señor, querían ser formadas en nuestro “Educandado”. Ni yo misma podía creer lo que sucedía, pero de lo que estaba segura era que todo eso no era obra mía, sino de Dios. Yo me hubiera quedado gustosamente en casa para hacerme santa atendiendo al recogimiento, para servir a Dios lo más que pudiera, pero el Señor quiso que yo, que soy nada, tuviera la compañía de muchas siervas de Dios. Y eran todas unas santas.
Al cabo de unos cuantos años, viendo mis hermanas que yo estaba muy enferma y que mi vida tocaba a su fin, vinieron a decirme con mucho dolor que yo dejaba este lugar sin ninguna norma de vida y que se corría el peligro de una gran confusión después de mi muerte. Yo tenía una gran paz, pues si la obra era de Dios, Él pensaría cómo llevarla adelante. Durante años habíamos vivido SIN MÁS REGLAS QUE EL AMOR, ¿qué otra norma sino esa podría ser nuestro distintivo?
El 2 de febrero de 1616, fiesta de la Candelaria, el Señor me reveló cuál era su deseo y me hizo entender que habría dos casas: la Congregación y el Monasterio. Así, las Oblatas se dedicarían a la educación cristiana de la juventud, y las Romitas (monjas de clausura) a una vida de oración y contemplación para ayudar, con la fuerza de su oración, al servicio apostólico de sus hermanas. Ambas estarían bajo la protección de la Inmaculada Concepción.
Mi fiel secretaria Anna escuchaba todo lo que durante aquellos años habíamos tratado de vivir y lo ponía por escrito:
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Hijas mías, estad alegres, porque es así, con alegría, como se debe servir al Señor.
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Amaos unas a otras. Soportad unas las imperfecciones de las otras.
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Respetaos mutuamente y alegraos del bien de la hermana.
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Imitad la humildad de María, madre de Dios.
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Perdonad de corazón a quien os ofenda.
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Orad con calma; haced como quien come un manjar agradable y lo mantiene en la boca para saborearlo mejor.
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Comulgad siempre por amor y para más enamoraros de Dios.
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Amad entrañablemente a María, respetadla y sedle agradecidas. Si el Señor ha tomado nuestra naturaleza, ha venido a este mundo y nos ha librado del mal. Si ha predicado y nos ha dejado su Evangelio. Si ha sufrido la pasión y muerte por nosotros y nos ha hecho la gracia de quedarse en el Santísimo Sacramento, todos estos beneficios, después de Dios, se los debemos a María.
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Recurrid a Dios en todas vuestras necesidades. A los pies del Crucifijo, encontraréis todo bien en esta vida y en la otra.
Con los ojos fijos en el Crucifijo, al cual traté de estar asida toda mi vida, pude unirme definitivamente a Cristo, mi único y gran amor, el 20 de octubre de 1618. Unos días antes había confiado esta obra a los Teatinos, por eso mis “hijas” empezaron a llamarse también Teatinas.
No todo acabó con mi muerte. El Educandado fue creciendo, se fundaron monasterios en diversas ciudades de Italia. También la Congregación sufrió la persecución y secularización del siglo XIX, pero fue remontando y a comienzos del siglo XX se fundaron nuevas casas; primero en Italia, y después en España, Puerto Rico, Méjico, Benín, Brasil y Estados Unidos. Las nuevas Teatinas fueron ampliando su acción apostólica, según las necesidades de los tiempos, y hoy, además de dedicarse a la educación de la infancia y juventud como las primeras Teatinas, dedican su acción pastoral a los enfermos, los estudiantes en residencias e internados, la formación en la fe y la catequesis en parroquias y otros lugares de misión..., un sinfín de actividades apostólicas que cuentan con la colaboración de muchas personas que participan de este mismo ideal teatino.
Llegados a este punto, sé que me diréis que hoy los tiempos son diferentes al mío; los gustos y costumbres han cambiado, vuestra mentalidad no es la de mi tiempo. Puede que os parezca que mi vida está muy lejos de la vuestra. Pero si os paráis a pensar, seguro que encontrareis que tenemos muchas cosas en común. ¡Pensadlo!
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¿No es verdad que, ante la inmensidad de todo cuanto existe, os parece que sois insignificantes, que todo lo que podéis hacer con vuestra vida es nada comparado con todo lo que queda por hacer? La “pura nada” es el único equipaje indispensable, es el punto de partida hacia el Todo. Sólo hay que ponerse en sus manos. El Señor suplirá lo que no puedan vuestras fuerzas.
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¿No es verdad que vosotros, también buscáis la verdad para, una vez encontrada, entregaros a ella con todas vuestras fuerzas? Hoy, como en mi época, es tiempo de salir de uno mismo, de apostar por el desprendimiento y por la atención vigilante y cuidadosa a todo y a todos. No hay otra opción sino la de los corazones habitados de amor y de entrega. “Sólo el amor pudiera todavía salvarnos”. Haced que en vuestra vida se haga todo por amor.
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¿No es verdad que en el mundo actual todo se mide por su utilidad, sólo existe lo que puede probarse o disfrutarse, faltan espacios para la serena convivencia, el diálogo sincero y la comunicación? La vida, tan ajetreada, tan volcada hacia el exterior, impide viajar hacia dentro. También hoy, como en el siglo XVI, no se habla de los valores que dan sentido a la vida, se silencia la fe y las personas se muestran insatisfechas. Sí, disponen de muchas cosas, pero se han perdido a sí mismas porque sólo buscan vivir sensaciones. ¿Queréis ser felices? Permíteme que os dé este consejo: si prescindís de Dios, todo lo demás inmediatamente se desmorona. En Él encontrareis todo lo que buscáis.
Por último, espero que el hecho de haberos acercado un poco más a mi vida os haya hecho descubrir lo maravilloso que es seguir a Cristo. Ir tras sus huellas es lo único que dio sentido a mi existencia y puede darle sentido a la vuestra. Atreveos soñar. Atreveos a caminar tras Él.